Los arrieros, son actualmente personajes casi olvidados. Primero el riel y luego las carreteras han ido, por lo menos en los grandes circuitos, relegando a estos legendarios transportistas a los que se debe tanto.
No es necesario esforzarse para comprender las dificultades que estos hombres debían afrontar en sus continuos viajes. Solo los dilatados desiertos calcaron el oscuro diseño de sus pesadas sombras bajo un sol de plomo y regaron su aridez con el sudoroso trajín de hombres y bestias. En las alturas de los Andes, para vencer las aristas de roca y barro al borde de los abismos, arrieros y acémilas unificaron esfuerzos y en los fértiles valles las piaras superaron la reacia vegetación, el caudal peligroso de ríos traviesos y la ofensiva tenacidad de animales e insectos.
He visto partir y llegar hileras de mulas cargadas en espaldas cimbradas, trayendo o llevando la vida en alimentos, medicinas, implementos, guiadas por arrieros de rostro y manos curtidas, de incansables piernas metálicas. Vestidos con ponchos y portando en la alforja el sobrio mate de fiambre para el yantar. No he dejado de admirarlo jamás. Los he visto desaparecer en horizontes increíbles y aparecer en simples curvas de camino; cruzarse con otras piaras en atajos diagonales, demostrarse solidaridad, compartir un trago de cañazo; y he pensado también, en las esperanzas que significaban esas cargas para todos nosotros directa o indirectamente destinatarios de ese integrado esfuerzo de hombres y bestias.
Creo, que antes de que se borren las ultimas huellas y ruede el olvido es oportuno grabar nuestra gratitud.
Carlos Bernasconi
Noviembre, 1977